lunes, 18 de febrero de 2008

Guadalupe Zubieta

Autorretrato

Soy una rea cabalgando sobre tumbas abiertas; ecuación irresuelta; resta de alegrías; suma de equívocos; puntos suspensivos en el universo, junto a la luna rota en mil diamantes. Soy corcel sobre tierras y mares en furia desenfrenada; conquistando hazañas entre tinieblas y polvo, sobre piedras con brío, sin sonrisa, sin nadie que se dé cuenta. Soy una mancha en la pared, sombra de la Estrella del Sur; bruma flotando por escuálidos andenes bajo un dolor de cabeza continuo y manos cerradas y párpados caídos, voy de bajada como volantín incendiado. Soy sierva de este cuerpo, tela que cuelga de las adicciones: quítenme los analgésico y soy nada; llévense el Imodium y soy nadie; déjenme sin los ansiolíticos y soy mierda. La música country me hace llorar; la vida de los cantantes de música country me hace llorar; la letra de las canciones de música country me hace llorar...

¿Por qué de repente soy bella si hace años un hombre no me besa?

Tengo miedo a la comida, no me vaya a causar dolor; tengo miedo a los hombres por su posible traición; tengo miedo a la noche, los pensamientos asaltan como dos ascuas de iris constante. Soy jornalera de tiempo completo otorgando consuelos; solidaria del poeta con su tormento desnudo; madre discapacitada; eterna amante de la soledad; anorgásmica. Soy una reina.


Me pregunto si siempre serás mi hijo

I

Me hice vieja en tu infancia, perseguida por análisis y electros. Morí muchas veces en tus quince años de epilepsias mínimas. Amasé nuestras batallas y esculpí las derrotas con altísima violencia. Te fuiste a los diecinueve y me quedé con el costado herido y un peso en los hombros. En tus triunfos ya no estuve presente.

II

Mi hijo es un joven triste como una columna griega en el centro del bullicio, tan solo como un pilar de mármol. Verlo así, con su chamarra larga de piel, con su bufanda de lana, negra y larga, tan alto, tan espigado, me deja sin pies, sin manos. Cuando lo veo así, tan callado, tan sin nadie, el momento se prolonga, es perpetuo.

III

El pan abierto con el ritmo de tus manos tenía el compás de la muerte. Quisiste ponerle queso, pero el deseo de morir era más fuerte que el hambre: ¿A qué vine a este mundo? me preguntaste, al tiempo que me asomaba al cielo de los miedos que brama en la sangre. En tus ojos, en tu rostro, en tus manos, sosteniendo el cuchillo, abriendo el pan, picando el queso se encontraba el olor del más allá. Te fuiste de la casa diciendo: ¿Por qué habré nacido?, dejando las dos rebanadas abiertas y el jamón regado. Tu tez pálida, el gesto contrahecho, los labios trémulos, me recordaron aquella tarde en que tropecé con el presagio de tu silencio. Regresé a la cocina, tiré el pan, barrí las migajas esparcidas sobre la mesa y el suelo. Tras esta mudez de madre errante, guardé el queso y el jamón, y me acosté para recordar el tono de la esperanza.

IV

Reconozco los pasos de mi hijo, y se quedan agolpados en la herida más profunda del alma.



***Guadalupe Zubieta