miércoles, 16 de abril de 2008

María Rosa Lojo

La desapareciente


A Léonie Duquet y Alice Domon, “desaparecidas”.


Donde las estrellas se quiebran como vidrio pulverizado, donde nada hay sino el idéntico relato del vacío que parte y vuelve sobre los trenes desvencijados de la tierra, allí te pusiste a levantar tu casa pieza por pieza como una miniatura de ladrillo para que jugaran con ella los inocentes, allí empezaste a cantar una canción que abría una puerta del cielo y otra del infierno para que salieran las almas de sus cárceles y se comunicaran tiniebla y transparencia.
Allí
te pusiste a esperar para que algo sanara, para que algo creciera, para que algo viviera.
Ellos te decían que no: los que llevaban la materia más segura de las ciudades pegada a los zapatos y regresaban a los giros del mundo.
Te decían que no.
Te señalaban con cabezas distantes borraban la memoria de tu cara entre calles de vértigo.
Pero esperabas, estabas esperando.
Y buscabas las trizas de la luz caída y regabas con ácido las cenizas de los muertos por injusticia.
Una noche te vieron disuelta los pasajeros.
Estabas en la tierra estabas en el aire, estabas en el agua estabas en el fuego.
Blanca te vieron en la ondeante claridad de todos los colores.
Pero te hundieron debajo de las ruedas. Cerraron las ventanas y cerraron las puertas y cerraron los ojos.
Y les tendías los brazos desde lo impalpable pidiendo que lo que fue no hubiese sido, reclamando al poder miserable y a todos los poderes, y al que Es para siempre pero no puede pero no está salvo en los sueños de los hombres.
Y rezabas para que algo sanara para que algo creciera para que algo viviera, para que el tiempo aprendiese a restañar y a retroceder.
Por el día de resurrección por el día de gloria por el día de los cuerpos reconstruidos, arrojando tus rosas de ácido contra las puertas sordas de los trenes, tus rosas de ácido contra las puertas cerradas del paraíso.



Madres

Las madres de las demás protegen a sus hijas desde el Cielo.
La mía no. La mía quizá no está en el Cielo, o se le ha olvidado la dirección de esta casa, donde vivo en la tierra.
Las hijas de esas madres son mayores, como yo. Ya no van a la escuela, no calzan mocasines de taco bajo, no se comen las uñas. Sin embargo creen, como si fueran niñas, que su madre es una estampita de la Virgen de Luján, colocada bajo la tapa de vidrio del escritorio de Dios, y que las mira desde allí, ejerciendo poderes bondadosos y ministeriales, acelerando el trámite de su felicidad como si se tratase de un expediente burocrático en las oficinas celestes.
Yo no lo creo.
La mía no mira.
La mía estaba ciega y no quería ver luz ninguna.
La luz la desollaba y la desgarraba como una mordedura de ácido.
Mi madre era frágil como un vampiro asustado, temeroso del dolor de esa luz,
Pero también, sobre todo, de la carga de la vida inmortal.
Por eso no puede estar viva, en ningún cielo.
No puede ser una estampa piadosa la que no tenía piedad, ni aun de sí misma.
Quizá Otro se habrá apiadado de ella.
Quizá flote sobre una tierra crepuscular, entre dos resplandores, cuando ningún rayo hiere.
Quizá el único contacto entre nosotras sea esa ausencia: el roce de un soplo, de una brisa, de un aliento,
Las palabras que no se dijeron, el hueco de un cuerpo en el aire.

Pero ese hueco es tan resistente y opaco y compacto como un muro.
Mi madre es un agujero negro detrás del muro, la boca del vacío, la muerte.
Algún día mi mano traspasará el aire hostil de la pared.
El muro cederá, y tomaré el vacío, el agujero negro, la muerte, lo daré vuelta del revés,
Como se da vuelta un guante, o un vestido, o las letras de un mensaje cifrado.
Me pondré esa nada como quien se pone un vestido de fiesta.
Bailaré en la fiesta.
Dejaré de temer.

Del otro lado mi madre crecerá, como una niña nueva en un jardín.


MARÍA ROSA LOJO, Buenos Aires en 1954. Publicó diecisiete libros en poesía, narrativa y ensayo. En su obra narrativa pueden destacarse los volúmenes de cuentos Historias ocultas en la Recoleta (2000) y Amores insólitos (2001), las novelas La pasión de los nómades (1994), La princesa federal (1998), Una mujer de fin de siglo (1999), Las libres del Sur (2004) y Finisterre (2005). Obtuvo el Primer Premio de Poesía de la Feria del Libro de Buenos Aires (1984), el Premio del Fondo Nacional de las Artes en cuento (1985), y en novela (1986), el Primer Premio de Poesía Dr. Alfredo Roggiano (1990), el Primer Premio Municipal de Buenos Aires “Eduardo Mallea”, en novela y cuento (1996). Recibió el Premio internacional del Instituto Literario y Cultural Hispánico de California (1999), el Premio Kónex a las Letras 1994-2003, y el Premio nacional Esteban Echeverría (2004). Parte de su obra ha sido publicada en España y en los Estados Unidos. Se doctoró en Filosofía y Letras por la Universidad de Buenos Aires. Es investigadora del CONICET y profesora del Doctorado en la Universidad del Salvador.